Las cosas seguían mal. Todo apuntaba que iba a ser muy, muy difícil, escapar de su pasado. Aquella noche no conseguía conciliar el sueño, así que abrió el cajón, ya sabía qué guardaba. Sacó un par de las decenas de cartas; no pudo leer; cerró el cajón con tanta fuerza que se oyó cómo del golpe se desquebrajaron los tacos que encajaban con el mueble. Las lágrimas cayeron en cascada. ¿Por qué le dolía tanto su pasado? Debía enfrentarse a él tarde o temprano, esa cobardía estaba durando demasiado, era hora de leer. Apretó el botón de su pasado. Ya no había marcha atrás.
Siempre se repetían los mismos versos Siempre se repetían.
La Luna lucía y yo quería oler la primavera. Pero entera un sol de invierno la metía en su caja de madera.
Para empezar, os voy a contar de donde viene mi pseudónimo.
¿Conocéis la elegía de Lorca a Ignacio Sánchez Mejías? Seguro que sí, pero para los que no la conocéis y también para los que sí pero quieren volver a recordarla, os recomiendo leerla entera porque es magnífica.
LA SANGRE DERRAMADA
¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
La luna de par en par. Caballo de nubes quietas, y la plaza gris del sueño con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema. ¡Avisad a los jazmines con su blancura pequeña!
¡Que no quiero verla! La vaca del viejo mundo pasaba su triste lengua sobre un hocico de sangres derramadas en la arena, y los toros de Guisando, casi muerte y casi piedra, mugieron como dos siglos hartos de pisar la tierra. No.
¡Que no quiero verla!
Por las gradas sube Ignacio con toda su muerte a cuestas. Buscaba el amanecer, y el amanecer no era. Busca su perfil seguro, y el sueño lo desorienta. Buscaba su hermoso cuerpo y encontró su sangre abierta. ¡No me digáis que la vea! No quiero sentir el chorro cada vez con menos fuerza; ese chorro que ilumina los tendidos y se vuelca sobre la pana y el cuero de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome! ¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos cuando vio los cuernos cerca, pero las madres terribles levantaron la cabeza. Y a través de las ganaderías, hubo un aire de voces secretas que gritaban a toros celestes mayorales de pálida niebla. No hubo príncipe en Sevilla que comparársele pueda, ni espada como su espada ni corazón tan de veras. Como un río de leones su maravillosa fuerza, y como un torso de mármol su dibujada prudencia. Aire de Roma andaluza le doraba la cabeza donde su risa era un nardo de sal y de inteligencia. ¡Qué gran torero en la plaza! ¡Qué buen serrano en la sierra! ¡Qué blando con las espigas! ¡Qué duro con las espuelas! ¡Qué tierno con el rocío! ¡Qué deslumbrante en la feria! ¡Qué tremendo con las últimas banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin. Ya los musgos y la hierba abren con dedos seguros la flor de su calavera. Y su sangre ya viene cantando: cantando por marismas y praderas, resbalando por cuernos ateridos, vacilando sin alma por la niebla, tropezando con miles de pezuñas como una larga, oscura, triste lengua, para formar un charco de agonía junto al Guadalquivir de las estrellas. ¡Oh blanco muro de España! ¡Oh negro toro de pena! ¡Oh sangre dura de Ignacio! ¡Oh ruiseñor de sus venas! No. ¡Que no quiero verla! Que no hay cáliz que la contenga, que no hay golondrinas que se la beban, no hay escarcha de luz que la enfríe, no hay canto ni diluvio de azucenas, no hay cristal que la cubra de plata. No. ¡¡Yo no quiero verla!!
Federico García Lorca, 1935
Uff, se me entrecorta la voz al recitarla, bien, señoras y señores, he señalado en negrita el verso por el cual me hago llamar Flor-Ka. Exacto. La flor de su calavera. Bien, un placer haber compartido con vosotros mi primera entrada.
Que tengáis un día esplendoroso. Muchas gracias. Un abrazo.